sábado, 3 de marzo de 2018

Crítica de 'Call Me By Your Name'


Decía Metastasio que el que vive enamorado delira, a menudo se lamenta, siempre suspira, y no habla sino de morir. Pero cualquiera reconoce en ese dramático acento amoroso la más pura verborrea. ¿Es, entonces, la expresión legítima de nuestros sentimientos aquello que realmente puede llegar a separarnos de la muerte metafísica? ¿Qué irá después de compartir, sentir, disfrutar y sufrir? Habremos, sin duda, de explorar dos reacciones completamente opuestas: hablar o morir. 'Call Me By Your Name' se erige, de esta manera, como uno de los mayores exponentes del cine homosexual, y también romántico y sensible. Porque la represión y la crudeza de encajar en el rol impuesto únicamente puede crear juguetes rotos, gentes incapaces de sufrir o disfrutar, ni de rememorar con autodeterminación. 

¿Qué nos queda, sino hablar?

Hablemos, hablemos...



Sinopsis: Elio Perlman (Timothée Chalamet) es un joven de 17 años que pasa el verano en la casa de campo de sus padres en el norte de Italia. Como cada año, sus ocupaciones consisten en escuchar y recomponer música, leer libros, pasar el rato con otros adolescentes en el río y, en definitiva, holgazanear mucho. También, como cada año, su padre trae a la villa a un ayudante que le preste apoyo en su trabajo. Es así como conoce a Oliver (Armie Hammer), un encantador hombre de 24 años con el que encontrará que tiene abundantes puntos en común y con el que, conforme el verano se extienda, surgirá una atracción mutua basada en la intensidad.

Luca Guadagnino, conocido director publicitario y, como antítesis, conocido director de 'A Bigger Splash' y 'I Am Love', urde una narración salvajemente prístina, sin ninguna clase de ambages en cuanto a las lecturas que pueda querer transmitir, e impone toda su personalidad artística en ceñir el guión y la cinematografía a una poderosa cita de Margarita de Angulema. Y la reescribe, sin permutación alguna, para entintar cada fotograma con el fulgor de lo sensual. Una frescura incipiente en elementos tan mundanos como un bañador naranja, o tan significativos como estatuas emergiendo del fondo del océano, como un despertar. Desde las calles enmarcadas entre lo medieval y renacentista, las villas cálidas y los campos de movimiento tan sosegado como un tiempo, en apariencia difuso, que apunta hacia el infinito. Las fuentes, las aguas, los ríos atestados, las esculturas solitarias y frías. Los árboles cuyos frutos, jugosos y aromáticos, pendientes de aflorar, recuerdan a los inquietos adolescentes que pululan cada recodo del escenario. Mientras unos adultos, ajenos desde la sapiencia, encuentran  un mayor goce -se diría que igualmente erótico- en el suave mordisco de la cultura más refinada. Y en el centro, equidistante y agitando sus brazos como si de huracanes se tratasen, se encuentra una fuerza de la naturaleza: Oliver.


Oliver es un tipo de ensueño, una pegatina en una postal de irrealidades lo suficientemente exuberantes. Un coloso tan extravagantemente atractivo que hace increíble pensar en sus cualidades de historiador, y que luce su condición de perfecto espécimen ario con un orgullo profusamente judío; efecto tan mediático a su alrededor como lo sería la caída del muro pocos años después del relato. Elio, sin embargo, es todo lo contrario, donde el otro es exhibición, este es expectación. Donde el otro es fuerza, este es sensibilidad. En Oliver, Elio ve el futuro o tal vez el pasado, lo inalcanzable para sí mismo. Tanto que en un principio no es capaz de creerlo, y lo repudia. Es así como, paulatinamente, se ejerce la atracción: primero, a través del físico; después, de la cultura y de los improbables puntos en común; y, finalmente, de la acuciante necesidad de contacto, de habla, de la negativa al silencio.



Pero, como en este cuento, no todo puede ser color de melocotón. Aun salvando lo insondable, ese enorme precipicio sobre el que se columpia la cinta desde los créditos iniciales, la película se regodea tanto en su dolce far niente, que provoca que a estos renuentes amantes les envuelva no sólo un hálito snob de lo más criminal, sino que, la propia duración y el ritmo de la película muy pronto comience a pasar factura en el intercambio de su relación. Y hay muchos intercambios. Demasiados, diría. Las continuas estampas, de igual manera, son tan abundantes y dilatadas que en ocasiones se confunde quién lleva los mandos, si el Guadagnino director poseído por la pedantería, o el Guadagnino mercantil poseído por quién sabe qué. La pedantería, supongo. Es por eso que se torna incomprensible el que los deseos e impulsos de los protagonistas, así como su increíble pureza de personalidad, no posean las suficientes contradicciones como para hacer de su relación creíble en su inestabilidad. No obstante, es muy cierto que si algo sobra entre ambos es naturalidad, exactamente la misma que respira el verano que construye de manera sobresaliente la fotografía de vívidos colores de Sayombhu Mukdeeprom, junto a la maravillosa y sentimental banda sonora de Sufjan Stevens.



Puede que 'Call Me By Your Name' resulte una película fatigosa y difícilmente digerible, pero lo que quiere conseguir, lo consigue. Y lo hace, además, sin un ápice de vergüenza, con mucha franqueza, dejando bien claro que el amor se encuentra lejos de las etiquetas, y que, en ese monólogo final, que tantas opciones tenía para romper por completo el mensaje de la película al exponerlo de forma tan explícita, no hace sino vibrar y convertirse en eterna, en mensaje liberador, en historia del cine. Así que hagan caso a Stuhlbarg, abracen el amor y la atracción del fruto prohibido, vivan en la locura a pesar de las consecuencias, porque es cierto que por el sueño de vivir el soñador debe morir, pero el auténtico sino del soñador es la muerte, así que lo importante es lo atesorado en el camino de cara a afrontar el invierno, mientras se contempla la llama que anuncia un futuro incierto. 

"Call me by your name and i'll call you be mine".